En los días del mes de agosto, el sol se mostraba implacable ofreciendo su aspecto menos amable ya que las temperaturas estaban siendo desacostumbradamente altas en comparación con los días de la semana anterior.

         Algunos peregrinos llegaban exhaustos al albergue, la mayoría llevaban más de veinte kilómetros recorridos y a partir de las doce del mediodía iban llegando sudorosos y muy fatigados por lo que los hospitaleros nos propusimos extremar las atenciones para tratar de calmar las fatigas que se iban reflejando en sus cuerpos.

         Procuramos tener permanentemente el botijo lleno de agua fresca que enseguida era consumido por aquellos peregrinos a los que la sudoración había despojado de la mayor parte de los líquidos que sus cuerpos necesitaban para seguir manteniéndose en pie sin desfallecer.

         En poco más de dos horas desde que abrimos el albergue, este se fue ocupando en casi toda su totalidad. Nadie quería estar en pleno campo a las horas en las que el astro rey resultaba más cruel ya que la ausencia de árboles y vegetación no permitía hacer un descanso para recuperar las fuerzas y seguir caminando.

         Hacia las seis de la tarde cuando ya pensábamos que solo los más fuertes o los más débiles podrían aventurarse a llegar hasta el albergue, vi como por la calle avanzaba muy despacio un peregrino, daba la impresión que las fuerzas se le habían escapado por completo y deambulaba buscando el refugio que le proporcionábamos en el albergue.

         Me acerqué unos metros para animarle a que continuara y de paso le ayudaría a desprenderse de la mochila para que pudiera afrontar esos escasos metros que le separaban del lugar en el que durante las últimas horas había pasado en numerosas ocasiones por su mente.

         Cuando estuve a su altura, vi que Pablo era un peregrino diferente de la mayoría de los que ese día habían llegado hasta el albergue. Debía rondar los ochenta años, era menudo y fibroso y las numerosas arrugas que surcaban su cara, reflejaban el paso de los años por ese cuerpo tan curtido y castigado por el trabajo.

–   Déjame que te ayude – dije mientras le cogía la mochila de su espalda y le ofrecía la mejor de mis sonrisas que hizo que una mueca se gratitud se reflejara en su rostro.

–   Gracias – respondió – me daba la impresión que formaba parte de mi cuerpo ya que en las últimas horas casi ni sentía que la llevaba.

Le conduje hasta el albergue, ahora el alivio del peso que le había quitado de encima le permitía caminar con más agilidad. Cuando penetramos en el interior de la estancia, le ofrecí el botijo que el cogió con mucha gratitud y algo de ansia y dio tres grandes y pausados tragos con los que consumió gran parte del contenido que en el había.

–   Tranquilo – le dije – no hay prisa ahora que ya has llegado, bebe con calma y siéntate en el sillón para que descanses que se te ve muy fatigado.

–   Ha resultado una etapa terrible – me confesó – por momentos creía que no iba a llegar nunca y dudaba que pudiera terminar esta etapa.

–   Pero como se te ocurre a tu edad caminar con este calor, acaso tienes prisa por llegar. Imagino que estás jubilado y dispones de todo el tiempo del mundo.

–   Tienes razón – me dijo – no tengo ninguna prisa y tengo todo el tiempo del mundo, a mi edad solo me queda eso, tiempo para hacer las cosas que nunca he podido por una u otra razón.

–   Pues si dispones de tiempo, debes tomarte el camino con más calma, el camino no se va a mover de donde está, debes planificar las etapas para no hacer esfuerzos tan grandes y en lugar de recorrer la distancia que has hecho hoy, podías haberte parado en la anterior población y mañana hubieras proseguido, quizá con menos calor y estarías más descansado.

–   Es verdad – susurro mientras bebía otro trago de agua del botijo – pero si me hubiera quedado en el pueblo anterior, mañana hubiera pasado de largo por este lugar sin detenerme y creo que el destino me decía que debía haber llegado hasta aquí y hacerlo hoy. Si hubiera alterado ese destino, no habría tenido la oportunidad de haber experimentado la hospitalidad con la que me has recibido y me hubiera perdido esa sonrisa con la que me has obsequiado cuando nos hemos visto.

Aquellas palabras además de emocionarme, me hicieron pensar que tenía razón, quienes somos nosotros para variar el destino y cambiar esas sensaciones que solo se ven en el camino cuando nos ofrece esas cosas que en otros lugares es muy difícil de apreciar.

Una vez que hubo descansado, le acompañé hasta la litera que le habíamos asignado y le dejé allí con esa felicidad en su rostro que solo experimentan los que ven cumplidos sus sueños. Le agradecí esa lección que con sus palabras me había dado ya que me hizo comprender un poco mejor esos misterios que encierra el camino y que solo en ocasiones como esta conseguimos ver.

 

Sentimientos Peregrinos