Jesús, era aún joven, a sus cincuenta y pocos años, le había llegado una jubilación anticipada que comenzaba a preocuparle. Siempre había sido una persona muy activa y tenía miedo de no poder ocupar todo el tiempo de los días que tenía por delante y convertirse en uno de esos jubilados que enseguida comienzan a añorar la actividad que antes realizaban.

            La fortuna quiso que entablara amistad con una persona que era peregrino y muy pronto se contagió del entusiasmo con el que este le hablaba cada vez que se encontraban juntos, por eso cuando los dos se pusieron de acuerdo, fueron hasta Roncesvalles, para recorrer juntos ese camino del que tanto le había hablado su amigo.

            Desde que puso sus pies en el, sintió esa magia que los elegidos experimentan enseguida y según transcurrían los días, cada vez era mayor el entusiasmo que sentía y cuando llego a Santiago notó como las lagrimas se escapaban de sus ojos. No sabía si era por la emoción de haber llegado o por la tristeza de saber que ya no seguiría caminando al día siguiente ya que había cumplido su objetivo llegando por fin a la meta.

            Cuando regresó a su casa, se encontraba inquieto, notaba que algo no iba bien y él sabía lo que era, añoraba el camino, por lo que aliviar su angustia era muy sencillo, solo debía ponerse de nuevo sobre el y presentía que en el momento que sus pies volvieran a sentirlo, desaparecería la desazón que estaba ocupando su alma.

            En esta ocasión, lo haría el solo, no necesitaba ni deseaba compañía ya que lo que más le aporto su primer camino fueron esas soledades de las que tanto le gustaba disfrutar cada jornada.

            También decidió caminar por un lugar diferente, en esta ocasión lo haría por la vía de la plata. Además de ser una época en la que encontraría la naturaleza en todo su esplendor, al ser esta ruta un treinta por ciento más larga que su primer camino, también dispondría de más días para disfrutar caminando, tardaría más tiempo en sentir ese vacío que llega cuando el camino se termina.

            Se fue en autobús hasta Sevilla, no tenía ninguna prisa en llegar, aunque si ansiaba comenzar a caminar, porque andando se saborea tanto cada kilómetro que se va dejando atrás, que debía irse adaptando a ese ritmo más lento. Pensó que para lograrlo le ayudaría más el autobús que el ave o el avión.

            Sevilla siempre está radiante, pero en primavera da la sensación que los geranios colgados en las macetas de las paredes de los patios, saludan de una forma muy especial a quienes los contemplan y Jesús se sintió embriagado por tanta belleza y disfrutó de esa ciudad como nunca antes lo había hecho.

            Cuando dejaba atrás el barrio de Triana, antes de llegar al puente sobre el Guadalquivir, giro la cabeza para contemplar una vez más esa gran urbe. Ahora solo caminaría atravesando pequeñas poblaciones y con esa mirada dejaba atrás el agobio, las prisas y sobre todo el ruido. Los parajes que tenía por delante, quizá hasta le permitieran escuchar esos sonidos que en ocasiones produce el silencio.

            Caminaba con entusiasmo, en Italica llegó a trasladarse en el tiempo y pensó en aquellos que dos milenios antes habían construido ese camino que él iba a recorrer y les dio las gracias, se acordó de los miles de personas que habían trabajado empedrando aquel sendero que pasaría la magia a su cuerpo a través de sus pies.

            El camino se volvió exuberante, la humedad lo inundaba todo y las lluvias caídas días antes se habían ido agrupando en los pequeños arroyos hasta que antes de Guillena, formaron una barrera que le parecía infranqueable. El río bajaba muy crecido y por más que buscó, no encontró ningún puente para vadearlo.

            Jesús no se iba a echar para atrás, jamás lo había echo y aunque el agua le llegaba a la cintura, media docena de metros no iban a ser un obstáculo para que tuviera que abandonar su sueño y, menos aún, el primer día de su primer camino.

            Decidió quitarse las botas, los pantalones y la camiseta y con todo hizo un hatillo que lanzo con fuerza hasta la otra orilla del río. Tenso las correas de su mochila para elevarla en su espalda lo máximo posible para que no se mojara e introdujo uno de sus pies en el agua del río.

            Sintió como una punzada, el contraste de la temperatura de su cuerpo y el agua que bajaba muy fría hizo que un escalofrío recorriera todo su cuerpo, hasta que metió el otro pie y su cuerpo se fue adaptando a la temperatura del agua.

            Al tratar de avanzar, sintió un fuerte dolor en los dedos de los pies cuando estos se veían frenados por grandes piedras que se encontraban en el cauce del río y no las podía ver. Fue poniendo con sumo cuidado los pies sobre las rocas y a pesar de no verlas, si sentía el sitio en el que habían sido depositadas por la corriente del río.

            Lo que no pudo ver ni sentir, fue el musgo que había crecido en algunas piedras y cuando apoyo de nuevo uno de los pies sobre un canto redondeado, sintió como este se iba sin control y al tratar de buscar apoyo con el otro, también este corrió la misma suerte y cayo en medio del río a merced de la corriente.

            La situación era muy comprometida ya que el peso de la mochila no le permitía moverse y hacía que se hundiera en el río y no podía erguirse ya que no podía apoyar los pies en el suelo porque se había roto los dos maléolos. Por unos instantes, sintió como la vida se escapaba de su cuerpo ya que estaba a merced de las aguas y de la corriente que el rió llevaba.

            Los peregrinos, solemos pensar que en estos momentos difíciles, Santi siempre está ahí para echar una mano y en esta ocasión también lo hizo ya que dos personas observaron desde unos cientos de metros lo que estaba ocurriendo y fueron en auxilio del peregrino introduciéndose en el agua y evitando que este pereciera ahogado.

            El médico del pueblo, certifico lo que él ya sabía, tenia destrozados los tobillos y había que operarle para evitar un daño mayor. Como la convalecencia iba a ser muy larga, en lugar de operarse en la capital andaluza, regreso en una ambulancia a su ciudad para ponerse en manos de un cirujano amigo suyo.

            En la ambulancia, permaneció en silencio, los calmantes que le habían proporcionado hacían que no sintiera ningún dolor, aunque él sí estaba dolorido, tenía el alma partida y allí los calmantes no habían surtido ningún efecto.

            No lamentaba la desgracia que acababa de sufrir, temía que no podría volver a caminar y eso le apartaba de sus sueños y temía no poder volver a soñar nunca más.

            La recuperación fue muy lenta y su amigo no se anduvo con rodeos, cuando pasaron unos días y vio que iba asimilando lo que le había pasado, se reunió con él y le dijo:

–                                 Jesús, has tenido suerte, dentro de lo que cabe, podrás hacer una vida normal, pero no podrás recorrer las distancias que hasta ahora venias haciendo y menos con el peso de la mochila a tu espalda.

La sentencia, aunque esperada, no fue menos dolorosa para el peregrino, cuando comenzaba a disfrutar del camino, a dar un sentido a su vida, veía como este se evaporaba dejándola vacía.

La melancolía, pronto se fue apoderando del ánimo de Jesús, no encontraba consuelo con nada y todo le parecía carente de sentido, hasta en los momentos de más desanimo, también llegó a pensar que su vida también carecía de ese sentido que había conseguido infundirle en los últimos tiempos.

Añoraba tanto el camino, que se pasaba las horas delante del ordenador leyendo todo lo que había sobre esos senderos que ya no podría recorrer como peregrino.

Un día leyó que un peregrino, por decisión propia había dejado la mochila y se había convertido en un hospitalero voluntario, hablaba de su nueva faceta con tanto entusiasmo que llegó a interesar a Jesús. Aquel peregrino, decía que acogiendo a quienes llegaban al albergue en el que se encontraba, todos los días conocía a gente diferente y eso resultaba mucho más gratificante que conocer lugares diferentes y que el espíritu del camino, no solo lo proporcionaba el camino, eran los peregrinos quienes se lo iban transmitiendo.

Pensó que quizá tenía razón y había otras formas de conocer y sentir el camino y se apuntó al primer cursillo de hospitaleros voluntarios que había programados.

            La experiencia de recibir a los peregrinos, fue nueva para él y buscó una forma especial para ser recordado por cada peregrino que llegaba al albergue en el que el se encontraba. Cuando veía a un peregrino, le recibía con un abrazo, uno de esos que solo los peregrinos saben darse y cuando abandonaban el albergue, les despedía con un segundo abrazo.

            Ahora la hospitalidad y la acogida llenaban de nuevo su vida como antes lo había hecho el sentirse peregrino y cada tres meses acudía a un albergue diferente donde ofrecía sus servicios.

            Pronto fue conocido como el hospitalero de los abrazos y en cada uno transmitía a los peregrinos tantas y tantas cosas que estos no podrían olvidarse de él nunca.

            Algunas veces pensaba en aquel maldito rió, pero cuando veía lo que le había aportado, solo pensaba en el río, en ese bendito cauce que le había permitido sentir el camino como nunca pensó que podría hacerlo.

 

Sentimientos Peregrinos