Cuando recorrí por primera vez el camino, me consideraba un novato y busque pronto a peregrinos veteranos de los que pudiera aprender. Había tantas cosas nuevas para mí, que no quería dejar que nada se escapara a cualquiera de mis sentidos.

            Fui aprendiendo algunos trucos que me ayudaron a ahorrar esfuerzos baldíos, a pensar en los imprevistos para poder atajarlos cuando estos surgieran y sobre todo a saber como reaccionarían otras personas. Porque en el camino no está exenta la pillería de esos desaprensivos que como en la vida cotidiana se aprovechan de la inexperiencia de algunas personas que van con buena fe y son fáciles presas de estos picaros.

            Pero tanta protección y consejos, hicieron que se perdiera esa parte de la inocencia con las que se afrontan las cosas por primera vez. Al estar mi mente advertida, las sensaciones con las que recibía las cosas no tenían la frescura y la espontaneidad tan necesaria para que el resultado final sea tu propia experiencia y tus sensaciones que vas asumiendo libres de los prejuicios con los que las asimilas cuando ya te encuentras advertido de lo que va o puede ocurrirte.

            Uno de los vicios mayores del primer camino es la necesidad de llegar a un albergue y encontrar un sitio donde poder descansar, aunque en ocasiones esto haga que perdamos algunos momentos mágicos del camino. Pero cuando te dejas guiar, tienes pocas opciones de hacer algo diferente, luego el tiempo acaba por enseñarte que esas cosas son las superfluas del camino y donde realmente te vas enriqueciendo en conocer las cosas y los lugares como si fuera la primera vez que las vemos o las hacemos.

            En nuestro afán de encontrar cada día una litera o un colchón en donde poder dar descanso a nuestro cuerpo, además de llegar excesivamente pronto a los albergues, adoptamos el vicio de ir juzgando a los demás, imaginándonos las condiciones en las que cada uno va recorriendo el camino (este va en coche, el otro ha caminado la mitad que yo, a aquel le llevan la mochila, ese se ha levantado antes que yo,…). Así nos vamos haciendo expertos en ir juzgando a los demás, cuando lo que deberíamos hacer es aprender del camino y una de las mejores cosas que nos ofrece es tiempo, ese tan necesario para solo pensar y cuando lo hacemos, aprender a juzgarnos a nosotros mismos, aunque normalmente somos demasiado vanidosos para caer en esas vulgaridades.

            Un día de verano, cuando el calor más aprieta, me encontraba por tierras de Palencia. El sol hacia que mi andar fuera cansino y monótono y mi mente solo estaba ocupada pensando lo que haría cuando llegara al albergue. Me daría una buena ducha y descansaría más de dos horas, quizá hasta dormiría  un poco ya que había madrugado mucho y unas horas de sueño harían que me repusiera y desapareciera todo el cansancio que tenía acumulado.

            De repente surgió una sombra en mis pensamientos, iba a llegar a un pueblo importante del camino que habitualmente era elegido como fin de etapa por la mayoría de los peregrinos y contaba con un solo albergue, ¿quizá se encontrara completo? Había calculado los peregrinos que me habían adelantado y también pensé en los que habían salido antes que yo, pero ¿y los que estaban fuera de control?, Aquellos que hacían etapas más cortas o que iban con coches de apoyo.

            La duda se fue apoderando de mis pensamientos llegando casi a angustiarme. Ahora lo considero una estupidez, bueno, mejor dicho, dos estupideces, la primera pensarlo y la segunda angustiarme con los pensamientos. Pero como dicen las escrituras “quien esté libre de culpa….”, la mayoría en alguna ocasión, hemos tenido estos pensamientos aunque afortunadamente también la mayoría hemos sabido cómo superarlos y afrontarlos.

            Cuando llegué al albergue, era un establecimiento muy grande y no había ninguno de los problemas con los que tanto había castigado a mi imaginación. Una vez que me asignaron la litera, después de una reparadora ducha y antes de la soñada siesta, me fui hasta el lavadero con el fin de desprender a mi ropa la suciedad que se había acumulado durante la jornada y dejarla tendida para que se secara mientras dormía.

            En el lavadero, me encontré con una persona mayor que yo, que también se encontraba lavando su camiseta, pero le veía más fresco que lo que percibía que me encontraba yo, en su rostro no se apreciaba esa fatiga que van dejando los kilómetros de una exigente jornada.

             Pensé lo injusto que hubiera sido que esta persona a la que no había visto anteriormente y seguro que caminaba en alguno de los supuestos que habían venido a mi mente, se encontrara ocupando una plaza que algún peregrino que llegara más tarde y fatigado podía verse privado de ella, por lo que no pude contener mis pensamientos y le dije:

-¡Qué! ¿Una dura etapa la de hoy?

-¡Sí! – me respondió – el calor además hace que aun sea un poco más dura.

-Bueno, depende de los kilómetros que hayamos estado bajo el sol – dije con un poco de ironía.

-Pues si – aseguro el peregrino – yo hoy he recorrido unos diez kilómetros y los últimos me han costado bastante.

-¡Vaya etapón! – dije incrementando el tono irónico – podías haber hecho alguno más para justificar al menos el sitio que vas a quitar a los que lleguen más tarde y con más kilómetros.

-Como tengo los pies planos, cuando hago más de esa distancia lo paso muy mal, ya que me resulta muy difícil caminar tanto tiempo seguido – aseguro el peregrino.

Ese día el camino me dio una gran lección, me enseño lo importante que resulta en ocasiones ser discreto y sobre todo a no juzgar a los demás. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar a nadie? Cuando somos incapaces de juzgarnos a nosotros mismos que es por donde debíamos siempre comenzar.

 

Sentimientos Peregrinos