Como todas las mañanas, a las ocho en punto el Land Rover se detenía a la puerta del albergue. Al volante estaba Pedro que hacía sonar el claxon hasta que aparecieron Juan y Paco, salían con una pequeña mochila de cuero. Eran unos peregrinos a los que su indumentaria les delataba como diferentes de los demás. Vestían pantalones camperos, botas altas de cuero, camisa ajustada de rayas, chaleco y en su cabeza llevaban un sombrero cordobés. Se introdujeron en el coche y partieron hacia las afueras del pueblo hasta unas cuadras en las que el día anterior habían dejado los caballos con los que estaban haciendo el camino.

            Pedro se había encargado de tener a punto las monturas, llevaban sobre sus lomos unas sillas de cuero muy elaboradas y todos los correajes y las bridas estaban perfectamente colocadas. El mozo sabía hacer bien su trabajo ya que desde muy joven estaba al cargo de los animales en el cortijo en el que trabajaba.

            Los animales eran de pura raza, dos caballos cartujanos procedentes de alguna yeguada de Jerez. A Juan le gustaban mucho los animales y poseía una caballeriza muy variada en el cortijo en el que vivía durante los meses de verano.

            Descendieron del coche y se dirigieron hacia donde los animales parecían esperarles. Los dos jinetes acariciaron sus crines y acercaron su mano hacia el hocico de los animales para que estos percibieran el olor de sus dueños.

–                                 ¿Habéis descansado bien? – dijo Juan a los animales – hoy tenemos por delante una etapa muy exigente.

Se colocaron las espuelas y subieron encima de las monturas para iniciar esa nueva jornada, mientras Pedro tomaba el vehículo y abandonaba también el establo, se verían dos o tres horas más tarde en un lugar del camino que habían fijado previamente.

            La primera hora fueron por caminos llanos y los animales trotaban desahogados, pero enseguida el sendero se estrechaba y se empinaba, los animales asentaban con fuerza sus patas para evitar que la tierra y las piedras sueltas les hicieran patinar a pesar de lo cual subían con mucha dificultad por este escabroso tramo. Los peregrinos cuando se percataban de las dificultades que pasaban los animales para avanzar, les alentaban con gritos de aliento y cuando estas no eran efectivas, un golpe con las espuelas hacía que los animales buscaran con afán el sitio por el que podían subir.

            Cuando llegaron a la parte más alta, los animales estaban fatigados y tenían las crines húmedas por el sudor que se había evaporado de su cuerpo. Una palmada de los jinetes trataba de decirles que se habían portado como ellos querían en este tramo tan complicado.

            Cuando llegaron al primer pueblo, después de casi tres horas de camino, se detuvieron en la plaza del pueblo junto a la fuente donde los animales pudieron abrevar. Allí se encontraba también Pedro que al verles llegar sacó de una nevera que llevaba en el coche dos cervezas muy frías que escancio en dos vasos de cristal y se las ofreció a los jinetes que las consumieron mientras los animales se refrescaban. Desde lo alto de sus monturas, los peregrinos comentaban las dificultades del tramo que acababan de superar.

            Reiniciaron el camino, ahora debían descender el desnivel que habían superado unos kilómetros atrás , el camino continuaba accediendo de nuevo a la zona mas baja cerca del cauce del río. Las patas traseras de los animales apenas podían frenar el impulso de su cuerpo en la fuerte pendiente que hacía que todo el volumen se desplazara hacía delante. Las patas delanteras se mantenían rígidas mientras que las traseras se encogían. El caballo de Paco dio varios traspiés y en dos ocasiones estuvo a punto de caerse, pero la habilidad del jinete manejando las correas y las espuelas que a veces clavaba con fuerza en el vientre del caballo evitó que los dos cayeran rodando por aquel sendero tan irregular.

            Cuando llegaron a la parte en la que el camino se volvía a hacer llano, los dos peregrinos respiraron aliviados, ya habían dejado atrás la parte más complicada de la etapa, ahora solo les quedaban quince kilómetros de camino llano.

            Fueron superando a varios peregrinos que iban caminando y saludaron a algunos que se volvían al oír como las pezuñas de los animales golpeaban el suelo.

            Junto al río, en una zona con abundante hierba verde, divisaron el Land Rover. Allí estaba Pedro esperándoles, había colocado una mesa plegable y dos sillas. Los jinetes se desmontaron y mientras tomaban una copa de fino muy frío, Pedro fue despojando a los animales de todo lo que llevaban encima para que retozaran en aquel prado y se refrescaran en el río.

            Pedro les abrió unos táper de plástico en los que había carne empanada, tortilla y ensalada que los peregrinos fueron degustando mientras descansaban y comentaban las dificultades que habían debido superar en esta etapa.

            Después del café, tomaron una copa de brandy y mientras fumaban un habano planificaron lo que harían cuando llegaran al final de esta jornada.

            A las tres y media, Pedro tenía de nuevo ensillados a los animales y los peregrinos se dispusieron a finalizar la etapa.

            En la entrada del pueblo, dejaron en una cuadra que habían concertado previamente los animales y se dirigieron al pueblo mientras Pedro aseaba y daba de comer a los caballos. Llegaron hasta el hotel que tenían reservado y después de asearse se fueron a cenar a un restaurante cercano.

            Cuando se encontraba en la cama descansando, Juan cerró los ojos satisfecho por haber cubierto una jornada más de este camino por el que estaba peregrinando y se alegró de que la jornada del día siguiente no fuera tan dura como la que habían dejado atrás.

 

Sentimientos Peregrinos