CAPÍTULO VIII: Cuerpos de santos que descansan en el Camino de Santiago y que han de visitar los peregrinos

El primero que tienen que visitar quienes se dirigen a Santiago por el camino de Saint-Gilles, es el cuerpo del bienaventurado Trófimo, confesor, en Arlés. En su carta a Timoteo, hace mención de él San Pablo, que le ordenó obispo y le envió como primer predicador del evangelio de Cristo a la ciudad de Arlés. Él es la fuente cristalina, como dice el papa Zósimo, de la que toda la Galia recibió los arroyos de la fe. Su festividad se celebra el día 29 de diciembre.

Se ha de visitar también el cuerpo de San Cesáreo, obispo y mártir, que en la misma ciudad instituyó una regla monástica femenina. Su festividad se celebra el día 1 de noviembre.

En el cementerio de la misma ciudad hay que implorar también la protección de San Honorato, obispo, cuya festividad se celebra el 16 de enero. En su venerable y magnífica basílica descansa el cuerpo de San Ginés, mártir excelso.

En las afueras de Arlés hay un suburbio situado entre los dos brazos del Ródano, que se llama Trinquetaille, donde se levanta una columna de mármol magnífica, muy alta, levantada directamente sobre el suelo y detrás de la iglesia, columna a la que, según la tradición, la chusma infiel ató a San Ginés y le degolló; la columna aparece, hasta hoy en día, teñida de púrpura por su rosada sangre. Tras ser degollado, el santo en persona tomó su propia cabeza en las manos y la arrojó al Ródano y su cuerpo fue transportado por el río hasta la basílica de San Honorato, en la que yace con todos los honores. Su cabeza, en cambio, flotando por el Ródano y el mar, llegó guiada por los ángeles a la ciudad española de Cartagena, donde en la actualidad descansa gloriosamente y obra numerosos milagros. Su festividad se celebra el 25 de agosto.

Se ha de visitar luego, junto a la ciudad de Arlés, un cementerio situado en el lugar llamado Aliscamps, para suplicar, como es costumbre, por los difuntos, con oraciones, salmos y limosnas. Tiene una longitud y una anchura de una milla. En ningún otro cementerio podrán encontrarse con éste, tantas y tan grandes tumbas de mármol alineadas en el suelo. Están decoradas con diversos motivos, tienen inscritos textos latinos, y son antiguas como se desprende de su redacción ininteligible. Todo lo lejos que mires, seguirás viendo sarcófagos. En el recinto del cementerio hay siete capillas. El presbítero que celebre, en cualesquiera de ellas, la eucaristía por los difuntos, o el seglar que devotamente encargue a un sacerdote que celebre, o el clérigo que recite el salterio, el día de la resurección, en verdad que tendrá a todos aquellos piadosos difuntos que allí reposan, como abogados de su salvación ante el Señor. Pues son muchos los cuerpos de santos mártires y confesores que allí descansan, y cuyas almas gozan ya con Dios en el Paraíso. Su conmemoración es costumbre celebrarla el lunes de la octava de Pascua.

Igualmente hay que visitar, con ojos muy atentos, el gloriosísimo cuerpo de San Gil, piadosísimo confesor y abad. Efectivamente, al bienaventurado San Gil, famosísimo en todas las latitudes, deben venerarle todos, deben todos dignamente celebrarle, invocarle y visitarle. Después de los profetas y los apóstoles, nadie más digno que él entre los santos, nadie más santo, nadie más glorioso, nadie más rápido en auxiliar. Pues ha sido habitual en él venir, más rápido que los demás santos, en ayuda de los necesitados, de los afligidos y de los angustiados que le invocan. ¡Qué hermoso y qué provechoso es visitar su sepulcro! El día en que alguien le invoque de todo corazón, no hay duda de que recibirá dichosa ayuda.

Por mí mismo he comprobado lo que digo: en cierta ocasión vi, en su misma ciudad, a una persona que el día en que invocó al santo y por gracia suya, abandonó la casa de un zapatero llamado Peyrot; poco después la casa, que era muy vieja, se derrumbó completamente. ¡Ay, quién pudiese seguir contemplando su morada! ¡Ay, quién pudiese adorar a Dios en su sacratísima iglesia! ¡Ay, quién pudiese abrazar su sepulcro! ¡Ay, quién pudiese besar su venerable altar o narrar su piadosísima vida! Se pone un enfermo su túnica, y se cura; una persona mordida por una serpiente, se cura gracias a su indeficiente poder; otro se ve libre del demonio; se calma la tempestad en el mar; recupera la salud tanto tiempo anhelada la hija de Teócrita; a un enfermo que no tenía parte sana en su cuerpo, le llega la tan largamente ansiada curación; por su mandato se domestica y amansa una cierva antes indómita; se incremente su orden monástica bajo su mandato de abad; un energúmeno se ve libre del demonio; se le perdona a Carlomagno el pecado que un ángel le había revelado; vuelve un muerto a la vida; recobra un paralítico su primitiva salud; y hasta dos puertas talladas en madera de ciprés, con las imágenes de los príncipes de los apóstoles, llegan desde Roma al puerto del Ródano flotando sobre las aguas, sin que nadie las guíe, con sólo su poderoso mandato.

Me duele que la memoria no me consienta narrar todos sus venerables hechos, por ser tantos y tan notables. Aquella resplandeciente estrella venida de Grecia, después de iluminar con sus rayos a los provenzales, se puso espléndidamente entre ellos, pero no eclipsándose, sino incrementando su brillo; no perdiendo su resplandor, sino ofreciéndolo con doble intensidad a todos; no descendiendo a los abismos, sino ascendiendo a las cumbres del Olimpo; con su muerte no se apagó su luz, sino que, gracias a sus insignes fulgores, es el más resplandeciente de todos los santos astros, en los cuatro puntos cardinales. En efecto, a la media noche del domingo, uno de septiembre, se puso este astro que un coro angélico llevó consigo a la celestial morada. El pueblo godo junto con el orden monacal le dio hospitalidad, con honrosa sepultura, en un campo libre, entre la ciudad de Nimes y el Ródano.

Detrás del altar, sobre su cuerpo venerable, se alza una enorme arca de oro, que en la parte izquierda, en la primera franja, lleva esculpida la efigie de los seis apóstoles, ocupando la imagen de la bienaventurada Virgen María la primera posición; en una segunda franja, más arriba, aparecen los veinte signos solares por este orden: Aries, Tauro, Géminis, Cáncer, Leo, Virgo, Libra, Escorpio, Sagitario, Capricornio, Acuario y Piscis. Por medio de ellos corren ramos dorados en forma de sarmientos de vid. En la tercera franja, la de más arriba, aparecen las imágenes de doce de los veinticuatro ancianos, sobre cuyas cabezas están escritos estos versos:

«He aquí el esplendoroso coro de los ancianos 2 veces 12,
que con sus sonoras cítaras entonan dulces cantos»

En la parte derecha, en la primera franja, hay igualmente otras siete imágenes: seis son de apóstoles y la séptima de un discípulo de Cristo. Sobre las cabezas de los apóstoles están esculpidas además a ambos lados del arca, en figura de mujer, las virtudes de que estuvieron adornados: Benignidad, Mansedumbre, Fe, Esperanza, Caridad, etc. En la segunda franja de la derecha hay esculpida vegetación a modo de sarmientos de vid. En la tercera franja, más arriba, al igual que en la parte izquierda, aparecen las otras doce figuras de los vienticuatro ancianos, con estos versos sobre sus cabezas:

«Esta urna egregia, adornada de gemas y oro,
contiene las reliquias de San Gil;
a quien la rompa, Dios le maldiga por siempre,
maldígale Gil y la corte celestial en pleno»

La cubierta del arca, en su parte superior, está ejecutada a ambas aguas, a modo de escamas de peces. En el remate hay engarzadas trece piedras de cristal de roca, unas a modo de escaques, otras en forma de manzanas o de granadas. Uno de los cristales es enorme y tiene la forma de un gran pez erguido, una trucha, con la cola vuelta hacia arriba. El primer cristal, semejante a una gran olla sobre la que reposa una preciosa cruz de oro muy resplandeciente, es enorme.

En el centro de la cara anterior del arca, dentro de un círculo dorado está sentado el Señor, impartiendo la bendición con la mano derecha, sosteniendo en la izquierda un libro en el que se lee:»Amad la paz y la verdad». Bajo el escabel de sus pies hay una estrella dorada, y junto a sus brazos dos letras: Alfa y Omega, una a la derecha y otra a la izquierda. Sobre su trono refulgen dos piedras preciosas de forma increíble. Junto al trono, por fuera, están representados los cuatro evangelistas con alas; a sus pies tienen sendas cartelas en las que están escritos sucesivamente los comienzos de sus respectivos evangelios. Mateo está representado en figura humana, a la derecha y arriba; Lucas en figura de buey, abajo; Juan, en figura de águila, a la izquierda y arriba; y debajo, Marcos en forma de león. Junto al trono del Señor hay además dos ángeles admirablemente esculpidos: un querubín a la derecha con los pies sobre Lucas, y un serafín a la izquierda con los pies, a su vez, sobre Marcos.

Hay dos filas de piedras preciosas de todas las clases: una, rodeando el trono en que se sienta el Señor, y la otra recorriendo igualmente los bordes del arca, y tres juntas simbolizando la Trinidad de Dios, formando un conjunto admirable. Además un personaje ilustre clavó al pie del arca, mirando hacia el altar y con clavos de oro, su propio retrato en oro, por amor al santo. Este retrato aparece hoy todavía allí, para gloria de Dios.

En la otra cara del arca, por la parte de atrás, está esculpida la Pasión del Señor. En la primera franja, aparecen seis apóstoles con los rostros alzados, contemplando al Señor que sube al cielo. Sobre sus cabezas se leen estas palabras:»Galileos, este Jesús, llevado al cielo de entre vosotros, vendrá como le habéis visto». En la segunda franja, hay otros seis apóstoles, colocados de idéntica forma. A uno y otro lado, los apóstoles están separados por columnas doradas.

En la tercera franja, se yergue el Señor en un trono dorado, con dos ángeles de pie, uno a su derecha y otro a su izquierda, los cuales, desde fuera del trono, con sus manos se lo muestran a los apóstoles, elevando una mano hacia arriba, e inclinando la otra hacia abajo. Sobre la cabeza del Señor, fuera del trono, hay una paloma como volando sobre él. En la cuarta franja, está esculpido el Señor en otro trono de oro y junto a El los cuatro evangelistas: Lucas, en figura de buey, contra el mediodía, abajo; y Mateo en figura de hombre, arriba. En la otra parte, contra el norte está Marcos en figura de león, abajo; y Juan, a manera de águila, arriba. Hay que adevertir que la majestad del Señor en el trono no está sentada, sino en pie, con la espalda vuelta hacia el mediodía, mirando como al cielo con la cabeza erguida, la mano derecha alzada y sosteniendo en la izquierda una crucecita: de esta forma va subiendo hacia el Padre, que le recibe en el remate del arca.

Así es el sepulcro de San Gil, confesor, en el que su cuerpo venerable reposa con todos los honores. Avergüéncese pues, los húngaros que dicen que poseen su cuerpo; avergüéncese los monjes de Chamalières que sueñan tenerlo completo; que se fastidien los sansequaneses que alardean de poseer su cabeza; lo mismo que los normandos de la península de Cotetin que se jactan de tener la totalidad de su cuerpo, cuando en realidad, sus sacratísimos huesos no pueden sacarse fuera de su tierra, como muchos han atestiguado.

Hubo, en efecto, quien en cierta ocasión intentó llevarse con engaño el venerable brazo del santo confesor fuera de su patria, trasladándolo a tierras lejanas, pero en modo alguno fue capaz de marcharse con él. Hay cuatro santos cuyos cuerpos dicen, y hay muchos testigos de ello, que no hay quien pueda sacarlos de sus sarcófagos: Santiago el del Zebedeo, San Martín de Tours, San Leonardo de Limoges y San Gil, confesor de Cristo. Se cuenta que el Rey de los francos, Felipe, intentó en cierta ocasión trasladar sus cuerpos a Francia, pero no consiguió por ningún medio sacarlos de sus sarcófagos.

Pues bien, los que van a Santiago por la vía tolosana, deben visitar el sepulcro de San Guillermo, confesor, que fue alférez egregio, y no de los menos significados condes de Carlomagno, soldado muy valiente y un gran experto en la guerra. Sabemos que con su gran valor conquistó para la causa cristiana las ciudades de Nimes, Orange y otras muchas. Llevándose consigo un trozo de la cruz del Señor, se retiró al valle de Gellone, donde llevó vida eremítica y en el que reposa con todos los honores después de morir como bienaventurado confesor del Señor. Se celebra su sagrada fiesta el día 28 de mayo.

En esta misma ruta hay que visitar también los cuerpos de los santos mártires Tiberio, Modesto y Florencia, que, en tiempos de Diocleciano, sufrieron el martirio por la fe de Cristo con diversas torturas. Sus cuerpos reposan en un hermoso sepulcro a orillas del río Hérault y su festividad se celebra el 10 de noviembre.

En esta misma ruta hay que visitar, también, el venerable cuerpo del bienaventurado Saturnino, obispo y mártir. Apresado por los paganos en el Capitolio de Tolosa, le ataron a unos fieros toros sin domar que, desde lo alto de la ciudadela, le arrastraron por las escalinatas de piedra abajo, a lo largo de una milla, destrozándole la cabeza y vaciándole los sesos, y con todo el cuerpo desgarrado entregó dignamente su alma a Cristo. Su sepulcro se halla en un bello emplazamiento junto a la ciudad de Tolosa, donde los fieles levantaron en su honor una enorme basílica, con una comunidad de canónigos regulares bajo la regla de San Agustín. Allí concede el Señor numerosos beneficios a quienes le imploran. Su fiesta se celebra el 29 de noviembre.

Borgoñeses y teutones que peregrinan a Santiago por el camino del Puy, deben visitar también el venerable cuerpo de Santa Fe, virgen y mártir. Degollado su cuerpo por los verdugos en el monte de la ciudad de Agen, coros de ángeles trasladaron su alma santa al cielo como si fuese una paloma y la adornaron con la corona de la inmortalidad. Al contemplar la escena Caprasio, obispo de Agen, oculto hasta entonces en una cueva para evitar el furor de la persecución, lleno de ánimo para soportar los tormentos, se apresuró a dirigirse al lugar del suplicio de la santa virgen, y esforzándose denodadamente, se hizo acreedor a la palma del martirio, echando en cara a sus perseguidores la tardanza con que actuaban.

Finalmente los cristianos dieron honrosa sepultura al preciosísimo cuerpo de Santa Fe, virgen y mártir, en el valle llamado de Conques. Sobre él levantaron una magnífica basílica en la que, para honra del Señor, hasta el día de hoy se observa diligentemente la regla de San Benita. Numerosas gracias se conceden allí a sanos y enfermos, y a la puerta de la basílica brota una magnífica fuente, admirable más allá de toda ponderación. Su festividad se celebra el 6 de octubre.

A continuación, en el Camino de Santiago, por San Leonardo, los peregrinos han de venerar en primer lugar, como se merece, el glorioso cuerpo de Santa María Magdalena. Es ésta aquella gloriosa María que en casa de Simón el leproso regó con sus lágrimas los pies del Salvador, los enjugó con sus cabellos y los ungió con un precioso ungüento, besándolos reverentemente. Por ello se le perdonaron sus muchos pecados, porque amó mucho a quien ama a todos los hombres, Jesucristo, su redentor. María Magdalena llegó por mar, desde Jerusalén a tierras de Provenza, desembarcando en el puerto de Marsella después de la Ascensión del Señor, en compañía de San Maximino, discípulo de Cristo, y de otros discípulos del Señor.

En esa tierra llevó vida solitaria durante varios años, hasta que el mismo Maximino, obispo de Aix, la dio sepultura en esa ciudad. Mucho tiempo después, un caballero de santa vida monacal, llamado Badilón, trasladó sus preciosos restos desde esta ciudad hasta Vézelay, donde hasta el día de hoy reposan con todos los honores. En este lugar se levanta también una enorme y bellísima basilica con una abadía monacal; por intercesión de la santa, el Señor perdona sus culpas a los pecadores, devuelve la vista a los ciegos, suelta la lengua a los mudos, endereza a los cojos, libera a los endemoniados y concede a otros muchos, inefables favores. Sus sagradas fiestas se celebran el 22 de julio.

Hay que visitar también el santo cuerpo del bienaventurado Leonardo confesor, descendiente de muy noble estirpe de los francos y criado en la corte real. Por amor de Dios Supremo, renunció a los pecados del siglo, y en territorio de Limoges, en un lugar llamado Noblat, durante largo tiempo llevó vida solitaria y eremítica, en medio de frecuentes ayunos, numerosas vigilias, fríos, desnudeces e indecibles trabajos, hasta que en aquel mismo solitario lugar descansó con santa muerte.

Sus sagrados restos dícese que son inamovibles. Avergüéncense, por tanto, los monjes de Corbigny que dicen poseer el cuerpo de San Leonardo, ya que es imposible mover ni la más mínima porción de sus huesos ni de sus cenizas, como hemos dicho más arriba. Es verdad que los monjes de Corbigny, y otros muchos, se benefician de sus favores y milagros, pero carecen de su presencia corporal. Como no han podido tener el cuerpo de San Leonardo de Limoges, lo que veneran en su lugar es el cuerpo de un personaje llamado Leotardo, que les llegó, según refieren, de tierras de Anjou en un arca de plata. A éste le cambiaron el nombre tas su muerte, como si hubiese que bautizarlo de nuevo, y le pusieron el de San Leonardo para que, atraídos por un nombre tan ilustre y famoso como el de San Leonardo de Limoges, acudiesen los peregrinos y les enriqueciesen con sus ofrendas. Celebran su fiesta el 15 de octubre.

Primeramente hicieron de San Leonardo de Limoges el patrono de su basílica, luego pusieron a otro en su lugar al estilo de los siervos envidiosos que arrebatan la propiedad a su legítimo dueño para entregársela, con indigno proceder, a un extraño. Se parecen también a un mal padre que le quita la hija a su legítimo esposo para dársela a otro. Como dice el salmista:»Cambiaron su gloria por la imágen de un becerro». A quienes así se comportan les reprende el sabio con estas palabras: «No entregues tu honor a extraños». Los devotos peregrinos extranjeros y nacionales que allí llegan, creen encontrar el cuerpo de San Leonardo de Limoges, que es el que ellos aman, y sin saberlo, les dan uno por otro. Prescindiendo de quién es el que hace los milagros en Corgigny, lo que es cierto es que quien libera a los cautivos y les conduce a Corbigny es San Leonardo de Limoges, por más que haya sido desposeído del patronazgo de la iglesia de Corbigny. De donde resulta que los monjes de Corbigny incurren en una doble falta: primero, no venerar a quien con sus milagros les enriquece y no celebrar su culto; segundo, en su lugar dar indebidamente culto a otro.

La fama de San Leonardo de Limoges, confesor, la ha extendido ya la divina clemencia a lo largo y a lo ancho de todo el orbe: su extraordinario poder libera del cautiverio a incontables millares de cautivos; cuyas cadenas, más brutales de lo que pueda decirse, cuelgan a miles como testimonio de innumerables milagros, en derredor de la basílica, a derecha e izquierda, por dentro y por fuera. Te admirarías hasta lo indecible si vieses la cantidad de postes que hay en la basílica cargados de tantas y tan terribles cadenas. Allí cuelgan, en efecto, esposas de hierro, argollas, cadenas, grilletes, cepos, lazos, cerrojos, yugos, yelmos, hoces y otros instrumentos de los que el poderosísimo confesor de Cristo libró a los cautivos con su extraordinario poder.

Es admirable en él cómo ha solido aparecerse en figura humana en las mazmorras, incluso allende los mares, a quienes sufrían cautiverio, según testifican los mismos a quienes por el divino poder liberó. Bellamente se cumple en él, lo que el profeta vaticinó diciendo: «Con frecuencia liberó a quienes yacían sentados en las tinieblas y en la sombra de la muerte, aherrojados en la miseria y las cadenas. En medio de su tribulación acudieron a él que les libró de sus angustias. Los rescató del camino de la iniquidad porque rompió las puertas de bronce e hizo saltar los cerrojos de hierro. A presos con grilletes y muchos nobles con esposas de hierro, los liberó». Muchas veces también los cristianos han ido a parar, encadenados, a manos de los gentiles, como es el caso de Bohemundo, quedando así sometidos a quienes les odian, sufriendo tribulaciones de sus enemigos y humillados bajo su poder. Mas San Leonardo los ha liberado muchas veces, los ha sacado de las tinieblas y de la sombra de la muerte y ha roto sus cadenas. A quienes están atados les dice: «Salid»; y a los que yacen en las tinieblas:»Venid a luz». Su sagrada solemnidad se celebra el 6 de noviembre.

Después de San Leonardo se ha de visitar, en la ciudad de Périgueux, el cuerpo de San Frontón, obispo y confesor, que ordenado con el orden pontifical por San Pedro en Roma, fue enviado a ducha ciudad a predicar con un presbítero llamado Jorge. Partieron juntos, mas en el camino murió Jorge y fue sepultado. Vuelto San Frontón al Apóstol, anunció la muerte de su compañero. San Pedro le entregó su báculo diciéndole: «Pon este báculo mío sobre el cuerpo de tu compañero diciéndole: Por aquel mandato que recibiste del Apóstol en nombre de Cristo levántate y cúmplelo».

Y así sucedió. Vuelto San Frontón, recobra el cuerpo de su compañero gracias al báculo del Apóstol, y con su predicación convierte la ciudad a Cristo, ilustrándola con numerosos milagros. Tras su santa muerte en ella, recibió sepultura en la basílica que bajo su nombre se construyó, en la que la largueza divina concede muchos beneficios a quienes le invocan. Hay quienes dicen que San Frontón formó parte del grupo de los discípulos de Cristo. Su sepulcro, que no se asemeja al de ningún otro santo, resulta perfectamente redondo como el del Señor y aventaja a los sepulcros de los demás santos por la belleza de su admirable fábrica. Su sagrada fiesta se celebra el 25 de octubre.

A su vez, quienes se dirigen a Santiago por el camino de Tours, deben visitar en la iglesia de la Santa Cruz de la ciudad de Orleans, el Lignum Crucis y el cáliz de San Evurcio, obispo y confesor. En efecto, celebrando un día misa San Evurcio, en lo alto del altar apareció visible a todos los presentes la mano derecha del Señor en forma humana, y lo que el oficiante hacía sobre el altar, lo hacía ella misma: cuando el oficiante hacía la señal de la cruz sobre el pan y el cáliz, ella lo hacía igual; y, cuando levantaba el pan o el cáliz, la mano de Dios levantaba también un verdadero pan y un cáliz.

Concluído el sacrificio, desapareció la piadosísima mano del Salvador. Por donde se nos da a entender que, sea quien sea el sacerdote que canta la misa, es el mismo Cristo quien la canta. Por ello es por lo que dice San Fulgencio, doctor: «No es el hombre quien convierte el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Cristo, sino el mismo Cristo que por nosotros fue crucificado». Y San Isidoro dice así: «Ni por la bondad del buen sacerdote se vuelve mejor el sacrificio, ni por la maldad del mal sacerdote, se vuelve peor».

En la iglesia de la Santa Cruz, para la comunión se usa habitualmente este cáliz, siempre que lo pidan los fieles, tanto los naturales como los extranjeros. Igualmente en esta ciudad hay que visitar el cuerpo de San Evurcio, obispo y confesor. Y también en la misma ciudad, se ha de visitar, en la iglesia de San Sansón, el cuchillo auténtico que se usó en la cena del Señor.

En el mismo camino se ha de visitar, a orillas del Loira, el glorioso cuerpo de San Martín, obispo y confesor, a quien se atribuye haber resucitado a tres muertos, y de quien se dice que devolvió la ansiada salud a los leprosos, energúmenos, erráticos, lunáticos y demoníacos, y demás enfermos. El sarcófago en el que descansan sus sagrados restos junto a la ciudad de Tours, refulge con gran cantidad de plata, oro y piedras preciosas, y resplandece con frecuentes milagros. Sobre él se levanta una enorme basílica de admirable fábrica, puesta bajo su advocación a semejanza de la Iglesia de Santiago. A ella acuden los enfermos y se curan, los endemoniados quedan libres, los ciegos ven, los paralíticos se yerguen, se cura todo tipo de enfermedades, y los que piden reciben cumplida asistencia, por lo que su excelsa fama se ha difundido por todas partes para honra de Cristo con justas alabanzas. Su festividad se celebra el 11 de noviembre.

A partir de allí se ha de visitar el santísimo cuerpo de San Hilario, obispo y confesor, en la ciudad de Poitiers. Entre otros milagros, este santo derrotó, lleno de virtud de Dios, la herejía arriana, y nos enseño a mantener la unidad de la fe. Incapaz León, ganado por la herejía, de aceptar su sagrada doctrina, se salió del Concilio y en las letrinas murió por sí mismo, de una vergonzosa descomposición del vientre. Sucedió también que, queriendo sentarse San Hilario en el Concilio, se elevó la tierra y le prestó asiento.

Con su sola voz hizo saltar los cerrojos de las puertas del Concilio; por la fe católica sufrió destierro durante cuatro años en una isla de Frisia; con su mandato puso en fuga una plaga de serpientes. En Poitiers, a una madre que lloraba, le devolvió su hijo, muerto con muerte doble. El sepulcro donde sus sacratísimos fuesos se ofrecen a la veneración, está decorado con abundante oro, plata y piedras preciosísimas, y su basílica, enorme y espléndida, es venerada por sus continuos milagros. Su sagrada solemnidad se celebra el 13 de enero.

Hay que ir a ver también la venerable cabeza de San Juan Bautista, traída de manos de unos religiosos desde tierras de Jerusalén hasta un lugar que se llama Angély, en tierras de Poitou, donde se levantó bajo su advocación una enorme basílica de admirable fábrica, en la que la santísima cabeza es venerada día y noche por un coro de 100 monjes, y se ve esclarecida con innumerables milagros. Durante su traslado esta cabeza obró innumerables prodigios por mar y por tierra. En efecto, en el mar conjuró muchos peligros de la navegación y en la tierra, según refiere la crónica de su traslación, devolvió la vida a varios muertos. Por este motivo se cree con toda certeza que se trata de la cabeza auténtica del venerable Precursor. Su ivención tuvo lugar el 24 de febrero, en tiempos del emperador Marciano, cuando el mismo Precursor reveló a dos monjes el lugar en que su cabeza estaba escondida.

En la ciudad de Saintes, camino de Santiago, los peregrinos han de visitar devotamente el cuerpo de San Eutropio, obispo y mártir, cuya sagrada pasión escribió en griego San Dionisio, compañero suyo y obispo de París, enviándoselo luego, a través del Papa Clemente, a Grecia, a sus padres, que ya creían en Cristo. Esta exposición de su martirio la encontré yo hace tiempo en una escuela griega de Constantinopla, en un códice que contenía las pasiones de muchos santos mártires, y la traduje, lo mejor que pude, del griego al latín, para honra de Nuestro Señor Jesucristo y del santo mártir Eutropio. Comenzaba así:

«Dionisio, obispo de los francos, de raza griega, al venerable papa Clemente, salud en Cristo. Os informamos de que Eutropio, a quien enviasteis conmigo a estas tierras para predicar el nombre de Cristo en la ciudad de Saintes, recibió la corona del martirio a manos de los gentiles, en defensa de la fe del Señor. Por lo cual, suplico humildemente a Vuestra Paternidad que no dilatéis el enviar, lo más rápidamente posible, esta relación de su pasión a mis parientes, conocidos y fieles amigos de Grecia, y especialmente de Atenas, para que ellos y todos los demás que conmigo recibieron en otro tiempo del apóstol San Pablo el agua de la nueva regeneración, al oir que este mártir glorioso afrontó por la fe de Cristo una cruel muerte, se alegren de haber soportado tribulaciones y sufrimientos por el nombre de Cristo. Y si por casualidad recibiesen de la furia de los gentiles algún tipo de martirio, aprendan a aceptarlo pacientemente por Cristo y no lo teman en exceso. Porque todo el que quiere vivir piadosamente en Cristo, es preciso que sufra las afrentas de los impíos y los herejes, y que los desprecien como a locos e insensatos. Porque es preciso entrar en el reino de Dios, a través de muchas tribulaciones.

Con el cuerpo lejano,
en ánimo y espíritu cercano,
te envío un «adiós»:
que sea siempre con Dios.

COMIENZA LA PASION DE SAN EUTROPIO, OBISPO DE SAINTES Y MÁRTIR

El glorioso mártir de Cristo Eutropio, dulce obispo de Saintes, de estirpe gentil de los Persas, nació de la más excelsa prosapia del mundo entero: lo engendró según la carne, de la reina Guiva, el emir de Babilonia llamado Jerjes. Nadie más excelso que él por su estirpe, ni, tras la conversión, más humilde por su fe y obras. Educóse, en su infancia, en la cultura caldea y griega e igualó en prudencia y curiosidad intelectual a los más elevados personajes de todo el reino. Deseando saber si en la corte del Rey Herodes había alguien con más curiosidad que él, o algo desconocido para él, dirigiose a ella en Galilea.

Durante el tiempo que permaneció en la corte, le llegó el rumor de los milagros del Salvador, y se puso a buscarle de ciudad en ciudad. Encontrándole al otro lado del mar de Galilea, es decir, en Tiberíades, con una incontable muchedumbre de gente que le seguí, atraída por sus milagros, le siguió con ellos. Por disposición de la divina gracia, ese día aconteció que el Salvador en su inefable largueza, y estando presente Eutropio, sació a cinco mil personas, con cinco panes y dos peces. A la vista de este milagro y oída la fama de todos los demás, aunque Eutropio había comenzado a creer en El y deseaba hablarle, no se atrevía por temor a la severidad de su preceptor Nicanor, a cuya custodia le había confiado su padre, el emir.

Sin embargo, saciado con el pan de la divina gracia, se dirigió a Jerusalén y, adorando al Señor en el templo a la manera de los gentiles, volvió a casa de su padre, a quien comenzó a contar todo lo que atentamente había visto en las tierras de donde venía, de esta manera: «He visto un hombre llamado Cristo, a quien no puede hallársele semejante en todo el mundo. Por sí mismo da la vida a los muertos, la limpieza a los leprosos, la vista a los ciegos, el oído a los sordos, el perdido vigor a los paralíticos y la salud a toda clse de enfermos. Y aún más: ante mi vista sació a cinco mil personas con cinco panes y dos peces y con las sobras llenaron sus discípulos doce canastas. Donde El se encuentra no hay lugar para el hambre, el frío o la muerte. Si el Creador del cielo y de la tierra se dignase enviarle a nuestro país, ojalá te dignases brindarle el honor debido».

Oyendo el emir a su hijo, estas y otras cosas parecidas, planeaba en silencio cómo podría verle. Poco después, deseando el muchacho ver de nuevo al Señor, se dirige a Jerusalén para orar en el templo, conseguida a duras penas licencia del rey. Le acompañaban el general de los ejércitos, Warradac y el camarero real y preceptor del niño, Nicanor y otros muchos nobles que el emir le había asignado para su custodia. Volviendo un día el muchacho del templo, encontrándose a las puertas de Jerusalén con el Señor que regresaba de Betania, donde había resucitado a Lázaro, entre innumerables turbas que confluían de todas partes.

Viendo como los hijos de los hebreos y otras multitudes de gentiles, saliéndole al encuentro, alfombraban el camino por donde iba a pasar, con flores y ramos de palmeras, olivos y otros árboles, gritando: «Hosanna al hijo de David», lleno de un indecible gozo, se puso solícitamente a extender flores a su paso. Al contarle algunos que había resucitado a Lázaro a los cuatro días de muerto, todavía se alegró más. Pero, como la excesiva multitud de gentes que afluían por doquier no le dejaban ver bien al Salvador, comenzó a entristecerse sobremanera, pues se contaba entre aquellos de los que San Juan nos asegura en su evangelio: «Y había algunos gentiles, de los que había venido para hacer oración el día de la fiesta, los cuales acercándose a Felipe, que era de Betsaida, le dijeron: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe en compañía de Andrés se lo anunció al Señor, e inmediatamente San Eutropio con sus acompañantes pudo contemplarlo cara a cara, lo que le dio gran alegría y comenzó a creer en secreto en El.

Al fin, se le unió del todo, pero temía la opinión de sus acompañantes a quienes su padre había ordenado taxativamente que le protegiesen eficazmente y se lo devolviesen a casa. Supo entonces por algunos, que los judíos iban a dar muerte próximamente al Salvador y, no queriendo contemplar la muerte de tan gran hombre, al día siguiente partió de Jerusalén. Vuelto donde su padre, comenzó a contar a todos, punto por punto, en su patria, lo que del Salvador había visto en Jerusalén.

Tras una breve estancia en Babilonia, ansioso de unirse por completo al Salvador y creyendo que todavía estaba vivo corporalmente, al cabo de 45 días se vuelve a Jerusalén con un escudero, a escondidas de su padre. Le produjo un profundo dolor cuando se enteró que el Señor, a quien amaba ocultamente, había sido crucificado y muerto por los judíos, mas comenzó a alegrarse profundamente cuando se enteró que había resucitado de entre los muertos, se había aparecido a los discípulos y había subido triunfalmente a los cielos. Finalmente, unido a los discípulos del Señor, supo con todo detalle por ellos, cómo el día de Pentecostés, el Espíritu Santo había descendido sobre ellos en forma de lenguas de fuego, como había llenado sus corazones y les había enseñado todas las lenguas.

Lleno del Espíritu Santo regresó a Babilonia y enardecido de amor a Cristo, pasó por la espada a los judios que encontró en su tierra en castigo por los que en Jerusalén habían condenado a muerte al Señor. Por otro lado, pasado algún tiempo, al distribuirse los discípulos del Señor por las diversas regiones de la tierra, por disposición divina se dirigieron a Persia aquellos dos candelabros de oro, refulgentes de fe, a saber, Simón y Tadeo, apóstoles del Señor. Llegados a Babilonia, expulsaron de sus confines a los magos Zaroen y Arfaxat, que con vacías palabras y vanos milagros apartaban a las gentes de fe. Ambos comenzaron a esparcir por doquier la semilla de la vida eterna y a brillar con todo tipo de milagros.

Alegre por su llegada, el santo niño Eutropio incitaba al rey a abandonar los falsos ídolos de los gentíles, para abrazar la fe cristiana por la que merecería alcanzar el reino de los cielos. ¿Y a qué seguir? En seguida, por la predicación de los apóstoles, se regeneraron con la gracia del bautismo, recibido de manos de los mismos apóstoles, el rey y su hijo, con numerosos grupos de ciudadanos de Babilonia. Finalmente, convertida toda la ciudad a la fe del Señor, establecieron los apóstoles una iglesia con todas sus jerarquías: A Abdías, hombre de confianza, imbuido de las enseñanzas evangélicas, a quien habían traído consigo de Jerusalén, le nombraron prelado del pueblo cristiano, así como a Eutropio archidiácono, y se marcharon a predicar la palabra de Dios a otras ciudades. No mucho tiempo después remataron en otro lugar la vida presente con el triunfo del martirio.

San Eutropio escribió su pasión en caldeo y griego y, oyendo la fama de los milagros y virtudes de San Pedro, príncipe de los apóstoles, que por entonces ejercía su apostolado en Roma, renuncia del todo al siglo y se dirige a Roma con licencia de su obispo, pero a espaldas de su padre. Fue recibido amablemente por San Pedro que le imbuyó en los preceptos del Señor durante una corta estancia con él, hasta que emprende con otros hermanos, por mandato y recomendación del mismo San Pedro, la evangelización de la Galia.

Al entrar en una ciudad llamada Saintes, hallóla muy bien guarnecida en todo su perímetro por antiguas murallas, adornada con altas torres, en un excelente emplazamiento, de una proporción y dimensiones adecuadas, abundante en todo tipo de bienes y provisiones, repleta de abundantes y excelentes pardos, fuentes y bosques, atravesada por un gran río, rodeada de fértiles huertes, pomaradas y viñedos, envuelta por una sana atmósfera, de amenas plazas y calles y atractiva por muchos encantos. Comenzó San Eutropio en su celoso afán, a pensar que Dios se dignaría convertir del error de los gentiles y del culto a los ídolos a una ciudad tan bella y tan noble y someterla a las leyes cristianas.

Y así predicaba insistentemente la palabra de Dios, recorriendo las plazas y calles de la ciudad. En cuanto se percataron los ciudadanos de Saintes, de que se trataba de un extranjero y oyeron en su predicación las palabras Santísima Trinidad y bautismo, hasta entonces desconocidas para ellos, llenos de indignación le expulsaron de la ciudad quemándole con teas y azotándole cruelmente con varas. Sobrellevando con paciencia esta persecución, se construyó en un monte de los alrededores de la ciudad una cabaña de troncos, en la que moró largo tiempo. Durante el día predicaba en la ciudad y la noche la pasaba en su choza en medio de vigilias, oraciones y lágrimas.

Al no conseguir convertir a Cristo, tras un larguísimo período de tiempo, más que a unas pocas personas, trajo a su mente el precepto del Señor: «Quienes no os quisieren recibir o escuchar vuestras palabras, saliendo de aquella casa o de aquella ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies». Vuelve de nuevo a Roma, donde San Pedro había sufrido la crucifixión, y recibe de San Clemente, que ya era papa, la orden de volver a la ciudad y buscar en ella la corona del martirio predicando los preceptos del Señor.

Finalmente, recibido del mismo Papa el orden episcopal, se dirigió a Auxerre, junto con San Dionisio que había venido a Roma desde Grecia, acompañado de los demás hermanos que el mismo Clemente enviaba para evangelizar la Galia. En Auxerre se separaron con abrazos llenos de amor de Cristo y con lágrimas: Dionisio con sus compañeros de dirigió a la ciudad de París, y el bienaventurado Eutropio volvió a Saintes, fortalecido en su ánimo para soportar el martirio, lleno del celo de Cristo y animándose a sí mismo con estas palabras: «El Señor es mi ayuda, no temeré qué me pueda hacer el hombre». «Aunque los perseguidores puedan matar el cuerpo, no pueden matar el alma». «La piel por la piel y todo lo que tiene el hombre, délo por su alma».

A partir de entonces entraba constantemente en la ciudad y predicaba como un loco la fe del Señor, insistiendo a tiempo y a destiempo y enseñando a todos la Encarnación, Pasión, Resurrección y Ascensión de Cristo, con los demás sufrimientos que se dignó afrontar por la salvación del género humano. Proclamaba además a todos, que sólo puede entrar en el reino de Dios quien hubiere renacido por el agua y el Espíritu Santo. Por la noche seguía cobijándose en la referida choza como antes. Así pues, por su predicación y la pronta asistencia de la divina gracia, son bautizados por él muchos paganos en la ciudad.

Entre ellos se regenera por las aguas del bautismo una hija del rey llamada Eustella. Al saberlo su padre, abomina de ella y la expulsa de la ciudad. Mas ella, consciente de que había sido expulsada por amor de Cristo, se fue a vivir junto a la choza del santo varón. El padre, afligido por su amor, la envió frecuentes recados para que volviese a casa, pero ella respondió que prefería vivir fuera de la ciudad por la fe de Cristo, a vivir en ella y contaminarse con los ídolos.

Preso de cólera el padre, convoca a los sicarios de toda la ciudad en número de 150, y les ordena dar muerte a San Eutropio y traerle a la muchacha a casa. El día 30 de abril, acompañados de una multitud de gentiles, se llegaron los verdugos a la choza del santo varón donde primero le apedrearon, azotándole luego desnudo con palos y correas plomeadas, para darle finalmente muerte cortándole la cabeza con segures y hachas. La muchacha, por su parte, ayudada de varios cristianos, le enterró por la noche en la cabaña y durante toda su vida no dejó de venerarle con continuas vigilias, luces votivas y santas preces.

Al abandonar esta vida con santa muerte, ordenó que la sepultaran junto al sepulcro de su maestro, en un terreno suyo. Con posterioridad, los cristianos levantaron sobre el santísimo cuerpo de San Eutropio en su honor, una gran iglesia de admirable fábrica, bajo la advocación de la Santa e Individua Trinidad. En ella se obran frecuentes curaciones de todo tipo de enfermedades: se yerguen los paralíticos, recobran la vista los ciegos, vuelve el oído a los sordos, quedan libres los endemoniados, y reciben saludables ayudas todos los que oran con ánimo sincero. Sobre sus muros suspenden los presos cadenas de hierro, esposas y demás instrumentos de diversa naturaleza, de los que San Eutropio los liberó. Que él, pues, por sus grandes méritos y súplicas nos consiga el perdón de Dios, nos purifique de nuestros pecados, fortalezca las virtudes en nosotros, encamine nuestras vidas, nos arranque de las fauces del abismo en trance de la muerte, en el juicio final aplaque la ira terrible del Juez eterno, y nos conduzca al excelso reino de los cielos. Con la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina, Dios, por los infinitos siglos de los siglos. Amén

A continuación, en la costa, junto a Blaye, se ha de pedir la protección de San Román, en cuya iglesia descansa el cuerpo del bienaventurado mártir Roldán, de noble estirpe, a saber, conde del rey Carlomagno, uno de los doce pares, que animado del celo de la fe, penetró en España para combatir a los infieles. Tenía tanta fuerza que, según se cuenta, en Roncesvalles, con su espada, de tres tajos hendió un peñasco de arriba abajo; e igualmente, cuando tocaba la trompeta, la rajó por el medio con el aire de sus pulmones. La trompeta de marfil rajada está en la iglesia de San Severino de Burdeos, y sobre el peñasco de Roncesvalles se levanta una iglesia.

Después de haber ganado Roldán numerosas batallas contra reyes y gentiles, y de haber sufrido las fatigas del frío, el hambre y el calor, víctima, por amor de Dios, de durísimos golpes y constantes heridas, herido por flechas y lanzas, se cuenta que finalmente murió de sed en el referido valle, como insigne mártir de Cristo. Su sagrado cuerpo lo enterraron sus compañeros con veneración en la iglesia de San Román de Blaye.

A continuación, se ha de visitar en Burdeos el cuerpo de San Severino, obispo y confesor, su festividad se celebra el 23 de octubre.

Igualmente en las Landas de Burdeos, en la villa de Belín, hay que visitar los cuerpos de los santos mártires Oliveros, Gandelbodo, rey de Frisia; Ogiero, rey de Dacia; Arestiano, rey de Bretaña; Garín, duque de Lorena y de otros muchos guerreros de Carlomagno que, tras derrotar a los ejércitos paganos, fueron muertos en España, por la fe de Cristo. Sus compañeros trasladaron sus preciosos cuerpos hasta Belín donde los enterraron respetuosamente. Yacen, pues, todos juntos en un único sepulcro, el cual exhala un suavísimo aroma que cura a los enfermos.

A continuación, en España hay que visitar el cuerpo de Santo Domingo, confesor, que construyó el tramo de calzada en el cual reposa, entre la ciudad de Nájera y Redecilla del Camino.

Hay que visitar también los cuerpos de los santos mártires Facundo y Primitivo, cuya basílica construyó Carlomagno. Junto a la villa se encuentra la alameda en la que se dice que reverdecieron las astas de las lanzas de los guerreros, clavadas en el suelo. Su solemnidad se celebra el 27 de noviembre.

A continuación se ha de visitar en León el venerable cuerpo de San Isidoro, obispo, confesor y doctor, que instituyó una piadosa regla para sus clérigos, y que ilustró a los españoles con sus doctrinas y honró a toda la Santa Iglesia con sus florecientes obras.

Finalmente, en la ciudad de Compostela, se ha de visitar con sumo cuidado y devoción el cuerpo dignísimo del apóstol Santiago.

Que todos los santos, con todos los demás santos de Dios, nos asistan con sus méritos y súplicas ante Nuestro Señor Jesucristo, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina, Dios por infinitos siglos de los siglos. Amén.

 

Codex Calixtinus (Códice Calixtino)