Isidro se encontraba una vez más en el camino, era como un explorador al que le gusta abrir nuevas vías y pasar por donde nadie o casi nadie lo ha hecho anteriormente.

            Cuando el camino francés comenzaba a tener albergues ya le parecía que se encontraba muy masificado por lo que busco nuevas rutas que descubrir, esos lugares que un día vieron pasar peregrinos, pero que ahora para los lugareños representaban seres extraños cargados con una mochila en la que llevaban todas las pertenencias que necesitaban cada día.

            Había oído hablar de una vía que arrancaba de Sevilla y por la antigua calzada que los romanos habían construido le conducía a tierras castellanas desde donde podía afrontar los montes de Galicia a través de los caminos que los antiguos segadores gallegos hacían cada vez que venían en cuadrillas a recoger las cosechas de las fértiles llanuras castellanas.

            Este camino le estaba resultando muy especial, Isidro solo deseaba hablar con las gentes que se encontraba en el campo, poseían esa sabiduría de la que él quería aprender ya que los peregrinos no le iban a aportar nada que él no conociera. Por eso cuando se encontraba a algún pastor o un labrador, sacaba su paquete de cigarrillos y en ocasiones mantenía una conversación tan larga que sin darse cuenta fumaba tres o cuatro cigarrillos mientras hablaban de la cosecha, de la escasez de hierba verde para los animales o de tantas cosas que constituyen a veces la supervivencia para quienes dependen de ella.

            También le fascinó localizar decenas de miliarios, esos cilindros pétreos que los romanos colocaban en sus calzadas, abundaban en este camino, le estaban resultando tan especiales y hermosos que no comprendía como algunos permanecían abandonados y semiocultos por el desinterés de las administraciones que debían encargarse de su custodia.

            Según iba subiendo, también comprobaba la diferencia de las gentes y de las costumbres, eran ostensibles. Aunque en el fondo eran todas iguales ya que la hospitalidad que se fue encontrando hacía mucho tiempo que no la había recibido, quienes le veían lo hacían con una mirada especial. Para ellos un peregrino era un hombre de Dios y esta gente de los pueblos es tan piadosa que no le faltó nunca nada para cubrir sus necesidades más básicas, ya que cuando carecía de algo, enseguida surgía alguien que se lo proporcionaba.

            Un día cuando se encontraba en un pequeño pueblo de la tierra de campos, era domingo y todos los establecimientos permanecían cerrados, se encontró sin provisiones. Era la hora de comer y sentía como su estomago le pedía que incorporara las energías que había dejado en esta jornada, por lo que fue preguntando donde podría comprar algo para comer y un hombre le indico donde vivía la dueña de la tienda.

            Llamo a la casa y le explico el problema que tenía y aunque la señora le dijo que bajaba enseguida tardó algo más de lo que él pensaba, dejaron en la puerta de la casa la mochila y le pidió que le acompañara.

            Isidro cogió una manzana, una naranja, una caja de leche y un paquete de galletas y cuando fue a pagar lo que había adquirido la señora le dijo que eso era un regalo, a cambio tenía que rezar una oración por ella cuando llegara a Santiago.

            Cuando fue a recoger la mochila, del interior de la casa salía un olor tan penetrante que jamás se pueden olvidar, entonces la señora cogiéndole del brazo, le condujo al interior y sobre la mesa le habían preparado un par de huevos fritos y una chuleta que Isidro saboreó como hacía mucho tiempo que no recordaba.

            Unos días después, por fin llego a tierras gallegas, aquí las personas quizá son un poco más cerradas ya que las aldeas en las que habitan apenas les permiten relacionarse con muchos desconocidos, pero una vez que se intima mínimamente con ellas resultan unas personas excepcionales.

La dureza de estas etapas hacía que Isidro finalizara cada día muy fatigado y sin apenas reservas en su cuerpo ya que la energía que acumulaba por las mañanas se iba escapando con cada paso que daba hacia su objetivo.

Llegó poco después de la una. Hasta Campobecerros, el ascenso había resultado muy duro, pero la bajada por una empinada cuesta en la que apenas podía sujetar sus pies ya que las piedras de pizarra estaban sueltas y a cada paso que daba se desplazaban sin dejarle asentar bien los pies, le resultó excesivamente dura y terminó ese día muy cansado, por lo que en la primera fuente que había nada más entrar en el pueblo, se despojó de la mochila y metió la cabeza debajo del caño que vertía el agua fresca que venía de las montañas.

Desde una casa próxima, Evaristo observaba lo que hacía el peregrino y como este daba muestras de cansancio. Se imaginó que venía desde A Gudiña y le pareció un esfuerzo excesivo para cualquier persona, por lo que mientras se encontraba descansando en una gran piedra que había en la fuente, Evaristo salió de su casa y se acercó hasta el peregrino.

¡Qué! ¿pa Santiago? – Dijo mientras observaba la mochila.

–   Así es –dijo Isidro – al menos eso es lo que pretendo.

–   ¿Y viene desde muy lejos?

–   De Sevilla.

–   ¡Uf, eso es muy lejos!

–   Pues sí, ya llevo casi un mes andando y lo que me queda aún para legar.

–   ¿Y has comido?

–   Todavía no, acabo de llegar al pueblo y voy a ver si encuentro un sitio donde poder hacerlo.

–   Pues la Carmeluca, mi mujer, acaba de preparar un bizcocho en el horno, que huele que alimenta, si quieres, sube conmigo y probamos a ver como está.

–   Como que si quiero, estoy deseándolo, no se hable más y vamos a ver como le ha salido ese bizcocho a su mujer.

Entraron los dos en la casa y mientras Evaristo sirvió un gran pedazo de bizcocho a Isidro, su mujer puso en el fuego un puchero en el que calentó agua y cuando esta comenzó a hervir, añadió unas cucharadas de café y con la leche de la vaca que estaba pastando en el campo cercano y había sido ordeñada por la mañana. Le puso un gran tazón con leche que consumieron mientras Isidro les detallaba todas las vicisitudes de su camino desde que salio de Sevilla.

Viendo el insaciable apetito de Isidro, Carmeluca preparo unos huevos fritos con panceta adobada que al peregrino le supieron a gloria.

Aquella muestra de hospitalidad, pocas veces la había visto, aunque se estaba acostumbrando a ellas ya que por los caminos poco frecuentados, cuando llega un peregrino sale lo mejor de las personas que se encuentran con él.

Cuando finalizo su camino, Isidro guardaba media docena de recuerdos que permanecerían en su mente para siempre y la acogida que tuvo en Campobecerros de Evaristo y de Carmeluca, era uno de esos que jamás podría olvidar mientras viviera.

Fue tan agradable ese nuevo camino que había recorrido, que al año siguiente decidió hacerlo de nuevo, en esta ocasión se detendría más para contemplar los miliarios, trataría de descubrir todo los que había en esa vía y se detendría a leer y a tomar nota de las inscripciones que cada uno llevaba.

Cuando de nuevo penetro en Galicia, después de pasar A Gudiña, cuando descendía Campobecerros, solo un recuerdo inundaba su mente, la generosidad con la que fue recibido por Evaristo y su mujer y como la vez anterior, se detuvo de nuevo en la fuente y al levantar la cabeza, vio en la ventana de la casa a Evaristo.

–   ¿Otra vez por aquí? – Dijo este.

–   Pues ya ves, aquí estamos.

–   Carmeluca ha debido imaginarse que venias, porque ha puesto en el horno otro bizcocho, o sea, que entra, esta vez voy preparando yo el café.

Isidro pensó que para él se había detenido el tiempo en este lugar inolvidable.
 

Sentimientos Peregrinos